EL FIBBER (2013)


 Festival Internacional de Blues de Béjar, F-I-B-B, que con el sufijo derivativo da en el conocido fibber, traducido en fibero, “asistente habitual al Festival, etc.”.








EL FIBBER EN LA FRAGUA DE VULCANO  (2013)

El cielo de la noche bejarana conserva la gracia de la era preindustrial, cuando la contaminación lumínica todavía no le dejaba en el rostro esa palidez que oculta los signos del universo. Basta con alejarse un tanto de casco urbano e internarse en cualquiera de los vericuetos donde el ojo de las compañías eléctricas no haya asustado a los animales que pueblan el firmamento sólido que nos da cobijo, para encontrar el espectáculo de las constelaciones. Si uno se adentra en uno de esos parajes frondosos que nos rodean y se tumba con los ojos bien abiertos, verá un tapiz de peces de plata sobre una superficie quieta, pero si alarga la mano y la hunde en esa agua oscura atrapará de seguro un puñado de lentejuelas que al sacudirlas luego le dejarán la camiseta tan brillante como cualquiera de aquellos trajes que en su época más macarra lucía Elvis Presley. Si con un dedo uno se pone a trazar líneas y arrima un pez de plata con otro, al instante de entre las sombras aparecen esos animales harto conocidos por los practicantes de augurios y desamores. Uno se llama Tauro. Otro Capricornio. Otro Leo. Y así hasta doce, parece ser.

Aunque más de cuatro de los que se afincan al pie del escenario tienen los ojos como carbunclos, sobre todo a altas horas, todavía no se tiene noticia exacta de ningún fibber que haya caído del cielo cualquiera de esas noches de blues taurino que cada verano se dan en Béjar, a mar abierto y con calma chicha. Se sabe de navarros y andaluces, se sabe de asturianos y murcianos, incluso de las Tierras Medias y de Macondo, pero todavía nadie ha ido diciendo por ahí que tenía por vecino sentado en las gradas de granito a un fibber con pinta de estar empadronado en Sagitario.

Aunque quién sabe. El auténtico fibber sabe reconocer a un hermano en cualquiera, sin extrañarle la pinta, venga de donde venga, tenga escamas o pelo hirsuto, culebree o esté quieto como un palo. Durante esas noches bejaranas de blues todos los gatos son pardos y basta con que una batería abra camino al buque insignia de una Stratokaster para que automáticamente lo que alumbre el cielo del Castañar no sean pececitos de plata, sino las chispas de esa fragua de Vulcano en que se convierte el escenario y que transforma por un par de noches el organigrama de las constelaciones: si en el fragor de los martillazos el fibber vuelve la vista al cielo, donde antes estaba la figura de Acuario ahora se asoma la de Muddy Waters, y donde quedaba Géminis se ven los Allman Brothers, y aquella que fue Libra se ha vuelto Etta James. Y así hasta doce.

Si el fibber alarga la mano para atrapar un puñado de esas chispas, lo más probable es que se queme, porque habrán salido de la garganta de ese dragón legendario llamado Eric Burdon, que lleva toda la vida currando en el taller de Vulcano, sudando la gota gorda en el yunque del blues.

Al amanecer los peces de plata se habrán diluido y nada quedará, salvo los dedos chamuscados de esefibber que se creyó Ícaro y se aproximó demasiado al escenario de los dioses. Pero cuando el martilleo del blues haya cesado y a la luz del sol se vea los dedos negros, podrá presumir de que no fue un sueño. Él estuvo allí.



EL REGRESO DE LOS FIBBERS (2012)


La primavera ha estado indecisa, mudando la piel del invierno en la del verano a trompicones, poniendo de los nervios a la marmota, que no sabía si asomar ya la nariz o dejarlo para el mes que viene. Pero de un día para otro al cabo, como ocurre todos los años, el gordo sol castellano ha puesto sus posaderas sobre el cielo y todo se ha vuelto amarillo, del campo a la toalla, del toldo de la terraza a la cerveza espumosa que se derrama sobre el mármol dejando un círculo que parece un astro apagado por la sed.

Los más avisados de los corrillos sentados a la fresca del anochecer, con un botijo y un abanico con los que sacarse de encima la sofoquina, descuentan las noches que restan para asomarse a los vericuetos que bajo las farolas del Castañar se poblarán en breve de ese espécimen que deja la madriguera urbana en la que se refugia el resto del año y bajo la forma de turista accidental, con una púa a modo de monóculo, se arroja a la arena de la plaza de toros bejarana en la que, durante un fin de semana de julio, vienen a dar los náufragos felices de haberse perdido en los mares del blues.

Antaño eran los lobos, acaso los jabalíes los que acudían a la espesura boscosa del bendito monte bejarano. Quizá hubo un tiempo de ciervos o de algún oso desnortado que hozó a sus anchas bajo las sombras de la noche montuna. Como en un concilio convocado de un verano para otro, ahora son los monjes del blues los que atraviesan montañas y ríos desde sus lugares remotos para saludarse a las puertas del coso blusero y reconocerse en la tez de la tribu de los fibbers, esos hermanos de hábito que esconden bajo la camiseta el tatuaje de un Robert Johnson cabalgando el mástil de una guitarra sobre un fondo de luna de oblea que lleva la marca de aguas del diablo.

El Festival Internacional de Blues de Béjar, patria a la que regresan los fibbers, abre las puertas a su XIII edición con trompetas y atabales tocados por una banda de ángeles negros que se pasaron del gregoriano al swing y vagan por el mundo predicando la palabra de B. B. King. Bi-en-ve-ni-dos, hijos del blues.


VUELVE EL FIBBER(2011)

El buen tiempo se ha instalado entre las jaras y los matorrales y el sol atiza todo lo que se mueve con la misma impunidad que un banquero. Los grillos, como italianos en celo, cantan a cielo abierto hasta la pesadez, testarudos en su salmodia de amor. Las terrazas, más que nunca antes, colapsan las aceras para que los fumadores se sientan como de otro tiempo. Ante tales síntomas, no hay ninguna duda de que el verano ha llegado y que la modorra del letargo invernal debe de estar mudándose en el bostezo y desperezo con que el fibber saluda al mundo antes de volver a la vida durante la única semana del año en que se hace visible.
Estamos a las puertas del guitarrazo negro que anuncia el comienzo de una nueva edición del Festival Internacional de Blues de Béjar, ese relámpago nocturno que incendia El Castañar y que tarda en apagarse un par de días. Intuyéndolo, desde lo más profundo de su apartado hábitat el fibber se enfunda en la ropa más cómoda, se desaliña de forma precisa y se mira en el espejo antes de emprender la marcha hasta el abrevadero del blues en que durante una semana se convierte Béjar. El fibber, ya lo habíamos dicho en otras temporadas de veda, no es el británico que se nutre de cerveza y pastillas ante un escenario playero de Benicassim, como el vulgo equivocadamente cree, festival al cabo tan británico en sus modales gamberros. El fibber ancestral es un blusero castizo que se alimenta de calderillo y tintorro, sestea bajo los castaños con paciencia sabia y tararea en inglés meseteño romances de ausencia que un negro en un balancín musitaba en el delta del Mississippi, con un solo diente y una armónica.
La plaza de toros de El Castañar es una especie de barreño de miel donde los bluseros se embadurnan de los doce compases durante dos noches hasta quedar lo suficientemente pringosos como para que los dedos ya no les chasquen. Luego, en ese dulce estado y con la lengua pegajosa, vuelven como los osos al rincón escondido del que salieron, bostezan relamiéndose y se duermen de nuevo con los ojos todavía plateados por el último guitarrazo que hizo temblar y dejó peor alineadas, si cabe, las gradas de la vetusta plaza taurina.

EL FIBBER (2010)


Existe la vieja leyenda, ampliamente difundida, de que el fibber, animal veranícola de extrañas costumbres, procede de la Europa británica, mayormente, y es adicto a asistir al Festival Internacional de Benicassim, año tras año. Es una falsa interpretación. En realidad está demostrado que el bicho en cuestión es de raigambre nacional, de los alrededores de Gredos, como la cabra, y suele juntarse con los de su especie durante unas breves noches en medio del verano meseteño con motivo de que la luna blanca acampa en el Festival Internacional de Blues de Béjar, F-I-B-B, que con el sufijo derivativo da en el conocido fibber, traducido en fibero, “asistente habitual al Festival, etc.”. El fibber hiberna en La Alquitara, famosa cueva serrana decorada por el homo blueserense con los iconos más reconocibles de su actividad lúdica: una púa rasgando la prima en lo más bajo del palo, un saxo retorciéndose contra un foco, una mano agarrada al cabezón del micrófono y una boca que lo amenaza. Llegado el verano, el fibber se despereza y va a beber las aguas eternas de la felicidad bajo los castaños umbríos que cercan un redondel de arena en medio del Monte, donde danza y se vuelve negro, entre copa y copa, bajo el rayo eléctrico del blues. Pasado ese momento de euforia dionisíaca, sobrevive risueño durante el resto del verano con el zumbido del último acorde de la madrugada, ajeno al calderillo y las fiestas populares, y a la caída del fuego estival se adentra en la oscuridad de los recuerdos de haber sido, él también, un año más, un fibber en El Castañar.

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