All That Blues!
En París, como
un fibber más, Elliott Murphy se arremangó la túnica bajo el brazo izquierdo,
se caló hasta las cejas la corona de laurel y salió de casa. París estaba tibia
al alba y las calles del Quartier Latin desiertas. En el avión le dio por
repasar sus andanzas por Béjar, ese Chicago meseteño al que tanto cariño le
había cogido y sobre el que no dejaba de rondarle la idea de ponerlo en letras
en cuanto a la guitarra y a las musas veleidosas les diera la gana. En Madrid
le metieron en una van sus viejos amigos y pusieron rumbo a las montañas
rocosas que quedaban más allá de Gredos. Elliott sonreía en el viaje, callado
tras sus gafas de sol, feliz de estar a punto de cumplir su promesa. Esta vez
no podía faltar.
Por toda
Europa había pasado el diablo devastando residencias y hospitales como no se
conocía desde hacía décadas, hasta el punto de que Robert Johnson le mandó a la
mierda y dejaron de ser compadres.
El fiiber
deshibernado y desorientado se puso en fila junto al torero de bronce que
preside la entrada al vetusto coso de toros y blues. Se lo tomó con paciencia.
El ritual de la higiene y las buenas maneras era el precio liviano para dejar
atrás la hiel y saborear la miel. Dentro, buscó su butacón de madera en el
archipiélago de sillas que convertían el escenario en una tarima y el micrófono
en un atril. Era lo que había.
Había
pillado la fila 2, un privilegio del azar y de su matraca de no faltar tampoco
este año. Se extrañó de ver completamente vacía la primera fila. No había nadie
sentado cuando el sol comenzó a bostezar y entonces se fijó en que cada silla
delante de él tenía escrito un nombre. En esto vio entrar a Elliott Murphy con
su corona de laurel, que buscó su reserva y se sentó al otro extremo. El fibber
no le quitaba ojo: «Elliott aquí, sin avisar en el cartel. Esto lo contaré», pensó. Pero al instante vio
aparecer a Muddy Waters y Howlin’ Wolf, cada uno con su guitarra en bandolera y
muertos de risa. De dónde vendrían. Detrás arrastraba los pies John Lee Hooker
y tras él se balanceaba Ella Fitzgerald del brazo de Ruth Brown. El fibber los
reconoció a todos, uno por uno, de mascarilla para abajo. Se fueron sentando,
mientras entraba James Cotton soplando la armónica a través del embozo y a su
lado danzaba Jimmy Rogers escondido tras Lucky Peterson, emocionado por volver
a casa.
Cuando ya
solo quedaba libre la silla que estaba delante del fibber, entró B. B. King
saludando a todos con el codo de su brillante chaqueta, mientras se ajustaba la
pajarita y besaba a Lucille. Inmenso, se repantingó delante de él, se giró y su
sonrisa se salió por los bordes de la mascarilla: «Yo tampoco podía faltar este año», le dijo. El fibber supo que no
vería nada desde ahí, detrás del ingente rey, pero qué caray, él tampoco podía
faltar este año.
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