FIBBER 2016

Zeus en Béjar

Zeus le dio una sonora patada al arpa y se miró los dedos gordos como chorizos de Salónica. Tenía un cabreo bíblico y estaba a punto de convertirse en búfalo, en águila o ―estaba a un ápice de chascar los dedos doloridos― en basilisco. Desde quesu hija la musa Euterpe se fugó hace un par de años con un trompetista frigio, la calidad del entretenimiento musical del Olimpo había bajado hasta extremos irritantes. Sabía que la pareja había andado por la Dalmacia y la Galia y que se la había visto en algún lugar de laVetonia donde al parecer algunos dioses apátridas montan unas bacanales de tres pares de cojones. Al final decidió convertirse en cigüeña y volar hasta allí para ver si la cogía por una oreja y la traía de vuelta a casa. Por el camino le tiraron lanzas, dardos y pedradas en diversos sitios, pero lo resolvió como solía: achicharrando a los nativos con su rayo olímpico.
Se ajustó las gafas en el puente de la nariz y con el dedo fue recorriendo el mapa de la península ibérica que tenía desplegado sobre un pedrusco, señalando los lugares en los que durante el verano se celebraban juegos deportivos o musicales. Ninguno respondía al nombre que Terpsícore le había susurrando al oído una noche en la que, convertido él en tigre y ella en deidad curvy, hacían juegos malabares para entretenerse: el Castañar, en la Vetonia profunda. Ni rastro. No venía. Parecía un festival clandestino.
Remontó el vuelo y, después de chocar con varios drones, que mandó al carajo a manotazos, empezó a sobrevolar por aquí y por allá. Cuando la noche mordió los contornos de todo lo que había allí abajo, al sobrepasar el pico Alaiz vio a la izquierda un fulgor que salía de un frondoso monte, una llamarada de luz que solo podía ser cosa de ese hijo descarriado de Dionisos. Se posó sobre un castaño de las inmediaciones y observó. Era un templo redondo, de piedra. Parecía recién construido, de cuando Pericles. Sobre un altar enorme no se llevaba a cabo ningún sacrifico de cabras, sino que unos músicos negros como de Etiopía estaban entonando una enérgica música que, de puro contagiosa, antes de que se diera cuenta le tenía meneando el culo, con gran asombro suyo. No se veía por ninguna parte al disoluto hijo bon vivant, pero estaba claro que aquella parranda no le era ajena. Los músicos cantaban en una lengua bárbara, desconocida, pero se notaba que estos humanos que se apiñaban delante del altar se lo estaban pasando mejor de lo que nunca lo habían hecho él y todos los demás dioses del Olimpo.
Al cabo de un rato ya no había vuelta atrás. Le mandó un whatsapp a su mujer Hera y le dijo que no le esperara a cenar. Ni mañana. Ni al otro. No sabía cuándo volvería, si volvía. Se olvidó de la oreja de Euterpe, se bajó del castaño, se convirtió en Johnny Winter para pasar desapercibido  y entró en el redondel, hecho un fibber con su melena blanca al viento hasta alcanzar ponerse el primer ante la valla que le separaba del altar donde los dioses del blues tienen su residencia.


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