EL FIBBER 2014- 2015



ALLNIGHT LONG! (EL FIBBER 2015)

El FIBB (Festival Internacional de Blues de Béjar) está en 2015 en sazón, hecho ya un chaval: cumple dieciséis años y parece que fue ayer cuando dio los tres primeros acordes, con el siglo cambiando de números. Por el cielo de la plaza de toros del Castañar han pasado todas las estrellas, que los fiberos hemos contemplado con una cerveza en la mano y el compás en las rodillas, tarareando en inglés universal los estribillos de las más conocidas plegarias negras: AllNight Long!, AllNight Long! AllNight Long! Una luna llena de blues se ha quedado clavada sobre el Calvitero, asomándose como el foco que alumbra la isla donde los náufragos del Misisipí hemos ido a varar los restos del pecio, encantados de la vida de que por un par de noches nadie nos encuentre.
Con un gladiolo en la cabellera y las piernas cruzadas, una dama vestida de blanco observa el ir y venir danzón y bullanguero de unos y otros, sentada en una silla de plástico en la que, más que reposar, parece que levita. Vista en la media distancia, se ve que sus labios musitan ajenos a los truenos de un trío de metales que gruñe en las columnas negras de altavoces, como si ensayara alguna de sus baladas, tal vez What a Little Moonlight Can Do. Acaba de cumplir cien años AllNight Long!   y lo celebra con una pera―extraña fruta― y una ginebra sin hielo. Daría todo lo que lleva en el bolso por subir al escenario, pedir un poco de silencio y entonar TheWayYou Look Tonight para los enamorados que se esconden en las sombras de las gradas de piedra.
Durante muchos siglos Béjar no apareció en los mapas que se iban haciendo, seguramente por un conjuro que tenga que ver con los poderes de las ovejas merinas, que balaban a coro meneando sus vellones. Luego, cuando los cartógrafos la encontraron, la pintaron exactamente en el lugar que le corresponde: a las afueras de Chicago, según se sale por la A-66 como bien sabe cualquier avezado del blues. Es una isla verde con playas adornadas de castaños que solamente existe durante dos noches. Tiene su mérito y su enjundia nadar hasta ella y luego regresar al mundo con una sonrisa, como si nada hubiera pasado, pero cargados de blues hasta las pestañas. Bien lo saben los fiberos, leales compadres de la farra blusera, que no se pierden una ni así los aten al mástil del navío que pasa de largo. Lástima que B. B. King se haya ido por ahí sin antes haberse levantado de la silla para hacer una reverencia de caballero a los fiberos bejaranos, un público maestro donde los haya. Tal para cual.


















Euterpe en el monte de los dioses



Euterpe estaba a la salida de la rotonda haciendo autostop, con una mochila deshilachada a los pies y una corona de flores adornándole la melena. Vestía una camiseta blanca de tirantes, unos bluejeans rotos y sandalias de mercadillo. En las manos sujetaba un cartel que decía “Béjar”. Venía del Olimpo, que queda en el centro mismo de la crisis. Andaba ya, después de varios días de carretera y manta, en las inmediaciones de la A-66 y se dirigía a Béjar, que queda a las afueras de Chicago, como todo el mundo sabe.


En realidad venía del monte del Olimpo al monte del Castañar, donde había quedado con los dioses del blues, unos parientes de América. Todos ellos mantenían conversaciones a través de Facebook y se había enterado de que unos cuantos se iban a reunir en una plaza de toros para hacer un festival, una especie de juegos olímpicos eléctricos en los reinaba la distancia de los doce compases. Le venía bien salir una temporada de Grecia, tal vez incluso no volver. Su madre Mnemósine estaba ya acostumbrada a esa vida de vagamundos de sus siete hijas, que andaban siempre de acá para allá con artistas de toda suerte, pero no daba crédito a que Euterpe le hubiera insinuado que lo mismo no volvía hasta que la troika dejara de dar órdenes en el Peloponeso.
Nunca antes había coincidido con estos parientes emigrados, pero sabía que al Castañar se iban a traer sus trombones, tambores, contrabajos, guitarras y teclados, así que se echó al cuello su flauta por si irrumpía una jam-session bajo las estrellas y la mirada incrédula de su atareado padre Zeus. Tampoco se le daban mal el violín y la trompeta, pero la mochila no daba para más ambrosías. Ya se vería. Si había de tocar el tambor, lo tocaría. Nadie como ella ha sabido sacarle sonido más fino a ningún cacharro en toda la historia.
Pasado el puerto de Vallejera, le dijo al camionero que la dejase allí mismo, que se bajaba. El gaditano, que no hablaba griego antiguo, dedujo que sus sueños se desvanecían y buscó la primera salida. Euterpe se despidió con un beso que tuvo al hombre tarareando un popurrí de grandes éxitos de MuddyWaters hasta la ronda de Algeciras, en un inglés gibraltareño muy apañado.

La muchacha se sentó sobre la mochila y contempló con parsimonia el paisaje, con las palmas de las manos apoyadas en el mentón y los aladares de la melena cayéndole sobre las mejillas. Ver para creer, se decía. Había cruzado bajo un sol de justicia de lado a lado las riberas del Mediterráneo creyendo dejar atrás el Olimpo y hete aquí que lo que tenía enfrente no era otro puto monte pelado, sino un vergel de castaños y fuentes de las que manaba vino, cosa de Baco seguramente. Sonrió al pensar en esos primos de América que de un momento a otro aparecerían con sus bártulos y se echó la flauta a la boca mientras se decía que ahora de verdad había llegado al auténtico Olimpo, ese en el que veranean los dioses del blues.

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