ROBERT JHONSON,LA LEYENDA BLUES DEL PROFUNDO SUR
FERNANDO NAVARRO
EFE EME
–¿No va a usar la historia, señor Scott?
–No, esto es el Oeste, si la leyenda se convierte en un hecho, publica la leyenda.
“El hombre que mató a Liberty Valance” (”The Man Who Shot Liberty Balance”, 1962), dirigida por John Ford.
La leyenda dice que Robert Johnson vendió su alma al diablo en un cruce de caminos (”crossroads”) a cambio de aprender los secretos del blues. Al parecer, después de aquella medianoche, aquel músico rudimentario regresó a los tugurios y salas de actuaciones convertido en un maestro, con un estilo de guitarra que dejó boquiabiertos a propios y extraños mientras la agonía formaba parte de sus historias cotidianas, retratos de un negro del sur estadounidense que huía de su pasado y de su presente, camino de ninguna parte. No hay hechos que lo confirmen, pero poco importan los hechos en el Oeste y, en definitiva, en Estados Unidos, un país que necesitó ya en el siglo XIX registrar su historia temprana a partir de la mitología nacional con el objetivo de reforzar la tambaleante unión de sus numerosos Estados.
El misterio ha girado siempre en torno a la figura de Robert Johnson, el bluesman que sintetizó los sonidos originales del Mississippi. Al igual que nadie puede decir con precisión dónde nació el blues, aunque los datos de los musicólogos sugieren que fue en algún lugar del vasto territorio que se extiende desde el interior de Georgia y el norte de Florida hasta Texas, donde esclavos negros del algodón cantaban sus penas o alegrías en las plantaciones; tampoco nadie puede decir con precisión cómo Robert Johnson aprendió a tocar la guitarra y a hacer sucumbir al oyente con sus amores de paso, sus historias de hechizos o su tristeza masticada.
Los pocos datos que se conocen de su vida ilustran, eso sí, al prototipo de hombre negro del sur, con fuertes raíces africanas, castigado por su condición en tierra del Nuevo Mundo y sin más esperanzas de futuro que los sabores del sexo o el alcohol. Nacido en 1911 en Hazlehurst, localidad rural del Mississippi, lo más normal es que Robert Johnson vendiese su alma al diablo por llegar a ser algo en la vida. Sin un padre en casa, que según algunas biografías tuvo que huir del hogar porque unos terratenientes blancos querían lincharle, y en pleno corazón del Black Belt (cinturón negro), donde se concentraba desde la creación del país la mayor población esclava de EE UU, se casó joven, a los 18 años, como tantos en esa hacienda. Pero su mujer murió al año siguiente mientras paría. Tal vez, por todas esas cosas, no buscó solo refugio en el blues, más bien buscó su manera de existir.
Johnson, que aprendió a tocar atendiendo a dos pioneros como Son House y Willie Brown, representó al músico forastero, el ideal de cantante de blues. Su motor de vida era ser libre para ir de aquí para allá, viviendo desahogadamente cuando corrían buenos tiempos y trabajando cuando éstos eran duros. Se trataba de vivir, por lo general, tan bien como se podía y marcharse del lugar cuando se sentía insatisfecho o descontento. Como asegura David Evans en el magnífico libro “Nothing but the blues”, evitaba estar unido a la tierra, como otros trovadores del blues, ya que significaba una pérdida de movilidad y aceptación social. El músico prefería cantar y tocar a cambio de propinas en las esquinas de las calles, parques, trenes, barcos, salones de billar, bares, cafés, prostíbulos, fiestas particulares y espectáculos itinerantes. Era una vida peligrosa, pero mucho más gratificante e interesante que partirse la espalda bajo el sol.
Son muchas las historias que rodean esos viajes. La gente que estuvo con él dice que podía mantener una conversación en una habitación llena de personas mientras sonaba la radio de fondo, sin prestarle aparentemente ninguna atención, y al día siguiente tocar, nota por nota, cada una de las canciones que se habían emitido. También dicen que aparecía en algunas salas y con sus composiciones desgarradoras hacía llorar al público y, justo en ese momento, desaparecía en la oscuridad como si nunca hubiese estado allí. Otros simplemente le definen como un guitarrista brillante, el mejor guitarrista de blues de la historia, como afirmó muchos años después Eric Clapton, que bajo la influencia directa de su música le dedicó un homenaje en su disco “Me and Mr. Johnson”. Como músico errante y autodidacta, Johnson difundió el estilo picking que utilizaba todos los dedos de la mano derecha para tocar simultáneamente las cuerdas bajas acompañantes y un solo melódico sobre cuerdas agudas. Al mismo tiempo desarrolló el bottleneck, utilizando un cuello de botella roto para crear atmósferas. Sin embargo, Son House no le dio tanto crédito. Cuando le conoció, dijo, era un guitarrista del montón. Y es ahí donde nace la leyenda del diablo y el cruce de caminos y la fábula de su transformación.
El cruce de caminos (”crossroads”) forma parte de las creencias del hombre negro del sur estadounidense, herencia de los ritos africanos y una de las muchas señas de identidad de la población esclava en el continente americano. De África llegó la creencia en el conocido “hoodoo”, que viene a representar una especie de encantamiento que adquirió todo tipo de connotaciones en la cultura popular de los afroamericanos. Así, el “hoodoo man” era el brujo, el hechicero, con capacidad de crear sus conjuros de fortuna o desgracia, amor o desamor. Muchas canciones de blues de los años veinte y treinta se referían al “hoodoo”. Con esa voz apasionada, afectada por el día a día, el mismo Robert Johnson recoge todo tipo de referencias a este tipo de encantamientos. Entre todas las prácticas mágicas, se extendió que en el “crossroads” se podía invocar a los espíritus para conseguir conocimiento. Según señala Theophus Smith en su libro “Conjuring Culture: Biblical Formations of Black America”, todo este tipo de creencias llegó a mezclarse con referencias bíblicas, propias de la tradición misionera española. Mientras la población negra identificaba el cruce de caminos como un ritual donde invocar a los espíritus africanos, la población blanca puritana lo identificó con el diablo. Y en ese crossroads se asentó la idea de que Robert Johnson adquirió su talento, más aún cuando en su escaso cancionero se hallan piezas hipnóticas como ‘Cross Road Blues’ o ‘Me and the devil blues’. Sin embargo, hay diversos estudios anglosajones y españoles, como el llevado a cabo por Héctor Martínez, miembro de la banda madrileña de blues de The Forty Nighters, que apuntan que el cruce de caminos del músico de Mississippi forma parte de una descripción del cantante Tommy Johnson, amigo del propio Robert, y de cómo antes existía un tema llamado ‘Sold it to the devil’, que interpretó en los treinta Black Spider Dumpling. A partir de ahí, unas versiones e historias de unos y otros han dado forma un aspecto legendario que recayó sobre Robert Johnson.
El propio bluesmen contribuyó con su muerte a dar más pólvora al reguero de su leyenda. Murió joven, a los 27 años, en un cruce de carreteras en Greenwood, Mississippi, después de ser envenenado por un hombre que pensaba que se lo estaba montando con su mujer, pero ni esto está confirmado. Los adoradores del misterio afirman todavía que se trataba del propio demonio. Se fue muy pronto, eso es cierto, pero el fuego de su mito queda avivado para siempre: nadie sabe dónde está su verdadera tumba y sólo se conservan un par de fotografías (la revista “Vanity Fair”, en un reportaje hace un par de años, constató una tercera imagen junto al cantante Johnny Shines).
Su historia, por tanto, crece a medida que pasa el tiempo y su música rasga el alma como el primer día. Muy pocos artistas están cubiertos por el manto de auténtica leyenda como Robert Johnson, un músico genial, arquetipo del cantante blues del profundo sur. Incluso él, que aparece en las tres imágenes que se le atribuyen con sus largos dedos agarrando su vieja guitarra, dejó escrito un glorioso epitafio en ‘Me and The Devil blues’: “Enterrad mi cuerpo junto a la carretera, para que mi viejo y malvado espíritu pueda subirse a un autobús de la Greyhound y viajar”. Puro blues de leyenda.
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